15 de agosto de 2025 05:30
  • Víctor Herrera, periodista

 

Con el incendio del Teatro Pacífico, cada día Valparaíso va perdiendo más lugares patrimoniales.

En contexto terminó de destruirse porque se venía destruyendo desde hace muchos años. Pareciera que las autoridades, los encargados de cultura y los propietarios del inmueble les daba lo mismo el estado en que se encontraba el edificio siniestrado ni la historia que traía detrás.

Aquí todo el mundo está involucrado en la destrucción del mismo, también la ciudadanía es culpable, ya que siendo un edificio patrimonial, permitió que se llenara de graffitis de dudoso gusto o, simplemente, rayó   y destruyó – de  tal forma – que  se  convirtió  en una construcción carente de todo interés para los habitantes de Valparaíso, sin pensar en el valor histórico patrimonial del edificio.

Mucho se habla del patrimonio en Valparaíso, pero solo son buenas intenciones, cuando se tienen que tomar medidas no se adoptan y eso incluye a todos: autoridades nacionales, regionales, municipales, el Consejo de la Cultura, Bienes Nacionales, Monumentos Nacionales, la ciudadanía, la que colabora con destruir los edificios que se deben preservar, pintarrajeándolos, destruyéndolos y quemándolos.

El caso del Teatro Pacífico es patético, hasta hace pocos años, el edificio, que funcionaba como bodega, se mantenía a duras penas, permitía reencontrarse con el Valparaíso antiguo, ese Valparaíso pujante.

El edificio estaba deteriorado, pero no en ruinas. Se fue la empresa que lo ocupaba como bodega y comenzó su destrucción: rayados de muros, ocupación del interior, destrucción y robo de los materiales que podrían servir de algo, fogatas en su interior por parte de personas en situación de calle y un largo etcétera.

La historia cuenta que el teatro Pacífico, en su época de esplendor, era conocido como el teatro de los pescadores, ya que el público que asistía con más frecuencia eran pescadores de las tres caletas porteñas – El Membrillo, Sudamericana y Portales – los que disfrutaban de programas dobles de películas en español, ya sea argentinas o mexicanas.

Pero no solo los pescadores llegaban al recinto, ya que muchos menores que seguían las series que se exhibían antes de cada película y que por alguna razón se perdían un capítulo, llegaban “al Pacífico” para ver las aventuras de Flash Gordón u otro personaje de moda.

Pero no solo el cine tenía cabida en dicho teatro. Los populares radioteatros también ocupaban sus instalaciones cada vez que uno de ellos concluía. Algunas radioemisoras de Valparaíso, que contaban con elencos estables de actores para esos menesteres, llegaban al teatro Pacífico para entregar el último episodio del radioteatro de moda, con todos sus actores, los que eran seguidos por el público que repletaba la sala para verlos en acción.

Además de los elencos locales, el gigantesco escenario del teatro recibió los elencos de otros connotados radioteatros del dial santiaguino, como lo fueron “Hogar Dulce Hogar”, con Eduardo de Calixto a la cabeza o “Residencial la Pichanga”, encabezado por el actor y director del mismo César Enrique Rossel.

Hasta la Compañía de Arturo Moya Grau tuvo allí una exitosa presentación. Una vez se montó un barco sobre el escenario y el público aplaudió a rabiar lo que en aquellos años serían los efectos especiales.

El Teatro Pacífico mantenía un cierto estándar que sus propietarios trataban de mantener, de tal manera que – entre otras cosas – los acomodadores y porteros vestían de uniforme. Era un teatro del puerto, pero tenía cierta categoría.

Con la destrucción del Teatro Pacífico, parte de la historia de Valparaíso ha desaparecido, ya solo será un recuerdo para los escasos espectadores que vieron algún filme en uno de sus tres pisos. Atrás quedará el vendedor de leche de burra que ingresaba a lo más alto del tetro a vender su producto, llevando la burra tras de sí o los espectadores que llegaban con su sándwich de pescado para ver su película favorita.

El paso del tiempo, la desidia de muchos y el reciente incendio, han dejado este lugar, donde la magia de un fotograma lograba transportar a los espectadores a lugares inimaginables, a la altura de tantos otros teatros que han terminado en cenizas para luego caer bajo la implacable picota y, finalmente, no ser ni un recuerdo.

 

 

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