19 de abril de 2025 20:11
  • Hugo Alcayaga Brisso, periodista

 

La creación del Ministerio de Seguridad Pública es una noticia que no convence ni entusiasma al pueblo:  no quiere decir que vaya a terminar la delincuencia o a bajar las cifras de homicidios, robos, asaltos, turbazos o  portonazos porque no se ha considerado primero la atención de las necesidades sociales que esperan hace largo rato y tampoco se ha tomado en cuenta la desigualdad socioeconómica que es el punto de partida desde donde se originan las múltiples desgracias que afectan a la sociedad chilena.

Es una incógnita saber si esta cartera va a tener algún impacto en el crimen organizado, a cargo de bandas internacionales que constituyen una obsesión  que le quita el sueño a las autoridades chilenas más preocupadas del Tren de Aragua que de mejorar el servicio de transporte colectivo que sube las tarifas cuando quiere con grave perjuicio para el público usuario.

Todo indica  que la nueva Secretaría de Estado será más de lo mismo: más recursos, atribuciones e incentivos para las policías, más leyes,  más “inteligencia” – incluyendo otra ley antiterrorista con facultades para interceptar conversaciones telefónicas – y ampliación del programa “calle sin violencia” que se viene aplicando desde abril del año pasado y que ha significado un fiasco que solo contribuye a sumar crónica roja con impactantes imágenes a los matinales televisivos.

Con el ministerio que entrará en funciones próximamente el foco no cambia, por lo que no hay que esperar resultados distintos. La presunta “seguridad” no aparece por ninguna parte, porque se mantiene el acatamiento del modelo neoliberal, sobresale la desigualdad y no se modifican las condiciones para evitar  que siga a todo dar, con bombos y platillos, la llamada fiesta de la delincuencia.

Ciertamente la criminalidad se ha tomado la agenda del Ejecutivo a tal punto que no queda espacio para las urgentes demandas de la gente sin recursos. Nada de ello dicen los que se aprontan a poner en marcha esta inesperada iniciativa que costará al erario nacional un ojo de la cara: su instalación ascenderá a 8 mil millones de pesos y luego otros 7.400 millones mensuales funcionando.

Salta a la vista que con ese dinero La Moneda podría disponer  la generación de puestos de trabajo formal con salarios decentes, que no hay, y la construcción de viviendas que faltan como parte  del fuerte déficit habitacional, todo lo cual viene de arrastre. Como consecuencia de ello aumentan los cesantes que sin otra alternativa deben salir a la calle como  comerciantes ambulantes – no menos de 2 millones –  y el medio millón de desposeídos que subsisten en precarios campamentos de tránsito  desprovistos de servicios vitales.

No es mejor la situación respecto a otros derechos esenciales como la salud y la educación, manipulados por el mercado sin pudor y que el sistema ha convertido en simples mercancías. A la vez está el drama de los jubilados, que al cabo de años de tramitación todavía esperan que la casta política acceda a un acuerdo que permita mejorar sus pensiones de hambre.

La dramática carga de desafección y olvido también la llevan los jóvenes sin expectativas. El Cardenal Fernando Chomalí, recientemente investido en Roma dice que “mi primera gran preocupación son los jóvenes.  Las manifestaciones de rabia que vemos en muchos de ellos no son más que el efecto del abandono en que se encuentran”.

“Hay un grupo importante que no ve horizonte de futuro en sus días y no se siente parte de la sociedad”, sostiene el cardenal, reconocido por su profundo compromiso social en la labor de la Iglesia y agrega que “en Chile hay 400 mil jóvenes entre los 15 y los 24 años que no estudian ni trabajan”.

Allí está fundamentalmente el problema que hay que abordar, antes que sus consecuencias. Esta generación crece desmedidamente sin que se adviertan medidas concretas en su favor. El modelo no ofrece oportunidades de nada, en tanto aumenta la deserción escolar, el ocio y la pérdida de tiempo, se multiplican las bandas juveniles y cada día los partes policiales dan cuenta de la participación de adolescentes en distintas acciones delincuenciales.

Hay que reducir la delincuencia, pero no solo con palabras. Es necesario enfrentar la raíz del problema, que está en una sociedad que no solo es mezquina sino también represiva e injusta, que está apoyada en la desigualdad y la discriminación, y que se acostumbró a dar portazos a quienes no poseen dinero, bienes o propiedades.

En este país sometido por la  concentración económica de una minoría es perentorio salir del estancamiento neoliberal y tomar el ritmo del siglo XXI. Hay propuestas que son clave: aumento y mejoramiento de los empleos formales con salarios justos, equidad en la distribución de los ingresos y satisfacción de las necesidades básicas, y por tanto superación de la pobreza.

De nada vale un Ministerio de Seguridad Pública, la coordinación de las policías y los objetivos gubernamentales si persiste el modelo de desigualdades que es el que provoca delincuencia. Es urgente terminar con los delitos, pero no solo a través de la represión y el predominio del más fuerte, sino que hay que enfrentarlos y combatirlos en sus orígenes.

En lugar de un nuevo ministerio, más gastos y más burocracia, la primera medida de un estado responsable debe apuntar a disminuir drásticamente la enorme brecha  que existe entre ricos y pobres. La marginalidad social es el principal caldo de cultivo de la delincuencia que azota hoy a Chile.

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